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A simple vista

Qué mierda puedes hacer

Si eres padre o madre lo sabes: ahora que ha crecido tanto, sabes que la felicidad es la ausencia de dolor; para empezar, la suya.

Qué mierda puedes hacer
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Eres padre o madre y te los has metido en la cama cuando tenían miedo, eres padre o madre y les has visto pedirte una mano, eres padre o madre y sabes de lo que te hablo: solo estás bien, solo descansas, solo ves el vaso medio lleno, si tus hijos están a salvo.

A los 20 crees que el peligro es ir a 160 kilómetros por hora o mezclar whisky con cerveza. Pero luego cumples 35 o 40, das a luz y descubres que el verdadero peligro no está ya tanto dentro de ti, sino en lo que crece ahí fuera: una cría con gestos parecidos a los tuyos o acaso una cara similar, pero más bajita. Una niña o un niño que se va a hacer heridas. Ese adulto o esa adulta que, con el paso del tiempo, se las tendrá que arrancar.

De pequeño podías soplarle en las costras que sangraba. Pero qué puedes hacer hoy. Qué mierda puedes hacer cuando hay una habitación cerrada, una rotura fuera de tu analgesia y un corazón tras una reja.

Ahora que ha crecido tanto, sabes que la felicidad es la ausencia de dolor: para empezar, la suya. Eso lo sabes -por ejemplo- cuando suena el teléfono, te preguntan por ese nombre que tanto tiempo tardasteis en ponerle -«¿es usted la madre de Tal o Cual?»- y te estalla la vida. Cuando abres un sobre, lees un diagnóstico y se te nubla vista. Cuando tomas una curva y, bueno, en fin, de repente nada vuelve a ser lo mismo para los que viajan atrás.

Sabes que la felicidad es justo el rato de antes del dolor tremendo de cabeza, de muelas, de memoria o de olvido. Ese rato que no sabías que lo era, como un viaje en el que no miraste lo suficiente por la ventana.

La felicidad no es el Porsche que tenías en la cabeza, sino el viento en la cara de la vieja BH, su herrumbre de risas y ríos y caras iluminadas en una noche de verano en torno a una cerilla. O esa otra bici con ruedines que empujabas con una mano.

La felicidad es, sobre todo, la felicidad delegada. Esa que anida en el otro y te pone muy contento, esa que depositas en tu hijo o en tu hija como si fuera un huevo tibio que conviene calentar y devuelves a la incubadora, esa tan frágil que manejas con pulso de artificiero. Porque si estalla él o ella, estalláis todos en casa.

La felicidad, eh. Qué cosa más quebradiza y más traidora cuando tienes hijos.

Si eres madre o padre lo sabes: es como si tu posible fiebre dependiera de lo que marca su termómetro. De niña -cuando la veías así- podías metértela en la cama, contarle un cuento, mentirla a destajo. Qué no darías ahora para que te pudiera transfundir su dolor.

Por eso amaneces, entras a su cuarto y le dices haz la cama, recoge, estudia, el tiempo lo va a curar todo, ya verás. Como si no pasara nada. «Conviene que sigamos entrando frescos y decididos, habiendo dormido bien -parafraseamos a Andreu Navarra-, para repensar y celebrar nuestros futuros individuales». Porque el nuevo tiempo no va a llegar. Porque el nuevo tiempo, hija, comienza cada día a las 7.30 de la mañana.